Siglo XIX: El convencionista Isnard

  • Carlos-Roberto Peña-Barrera Sapiens Research Group
Publicado
2013-01-01

Resumen

Un miembro de la convención, afiliado al partido girondino y que excedía a todos ellos en odio a la religión y sus ministros, Isnard, lanzado a su vez de la fatal tribuna y perseguido por la proscripción, vivía en una cueva subterránea, junto al mismo foco de la revolución. En semejante estado, oyendo a su rededor los rugidos de la muerte, habitando las cavidades de la tierra, como él mismo dice, «falto de todo, pudiendo ser impunemente asesinado, ignorando la suerte de la familia, temiendo de continuo verse conducido al suplicio sin ser juzgado ni oído, como al animal que arrastran al matadero, a la víctima del altar»; en semejante estado, repetimos, se obró en él una revolución moral cuyas afecciones más íntimas sofocaron todo el estruendo y terror de lo que tenía al mundo conmovido sobre su cabeza. Existencia de Dios, inmortalidad del alma, necesidad de la virtud, divinidad del cristianismo y completa fe en sus misterios; he aquí los grandes problemas que surgieron del fondo de aquella inteligencia solitaria, y a cuya solución se dedicó con una diligencia que él mismo compara con Arquímedes en medio del saqueo de Siracusa. Removiendo en el interior de sí mismo las cenizas de su pasada vida, se le aparecieron algunas chispas de fe, preciosos restos de una educación maternal. ¡Cuán poderosa es la fidelidad de la voz del cielo! Con estos débiles recursos, aquella alma, cuya actividad se había replegado dentro de sí misma como un volcán, que ha vomitado toda su lava, emprendió la prodigiosa tarea de reconstruir, enteramente solo, todo el edificio de la verdad religiosa, y de volver a la fe de sus primeros años por medio de inmensos trabajos filosóficos. Lo logró muy pronto; y los treinta y tres años de vida que le concedió el cielo después de aquel venturoso día, fueron un prolongado suspiro de piedad y arrepentimiento. Pero lo que más debe llamar nuestra atención es que, gracias al buen sentido filosófico y a la rectitud de corazón, que a pesar de sus extravíos habían constituido siempre el fondo de su naturaleza, conoció desde luego que el buen éxito no era posible y que su empresa era insensata sin una condición a la cual se doblegó francamente, y que nunca dejó de cumplir como uno de los elementos más esenciales de sus investigaciones: esta condición… era la oración